LA LECTURA VORAZ

Para leer, uno necesita tiempo. Se puede leer sin pagar, para eso están las bibliotecas; y se puede leer sin ganas, aunque no lo recomiendo. Pero el tiempo es fundamental. Leer es una actividad celosa que demanda exclusividad. Pocas cosas hay que podamos hacer mientras sujetamos un libro. Y si bien es cierto que los audiolibros nos permiten cierta libertad de movimiento, nuestra atención ha de estar ahí, en las palabras, fija y constante. Un momento de distracción y de pronto nos encontramos, sin saber muy bien cómo, con que la boda de la pobre Jane con el señor Rochester no se ha celebrado. Pararse a saludar a un conocido en un semáforo equivale a la aparición de un nuevo cadáver en cualquier novela de Agatha Christie. Y cocinar mientras uno escucha a Joyce significa elegir entre perderse trece referencias de suma importancia o quemar la tortilla. Definitivamente, leer puede resultar muy complicado.

Nuestro tiempo, además, es limitado, y parte de él ha de dedicarse a actividades tan poco lectoras como dormir o trabajar (a no ser que nuestro trabajo consista en leer, en cuyo caso dichas lecturas probablemente casi nunca sean de nuestro agrado). Y, para colmo, molestias como la familia y los amigos reclaman parte de nuestro tiempo libre. Como consecuencia, leer se convierte en una actividad selectiva. Ya no basta solo con leer, hay que leer libros buenos, que nos enriquezcan, nos enseñen y nos hagan sentir algo. Y que nos gusten. Invertir días de nuestra vida en leer algo que no nos aporta nada es descorazonador, y una pérdida de tiempo.

Créditos de la imagen: Marta Camacho Núñez

Yo soy lectora voraz intermitente, aunque ya ha pasado mucho tiempo desde mi último bloqueo lector. Y tanto los momentos de parón como los de frenesí literario me han enseñado algo de valor: que leer debe suponer, ante todo, un placer y no una obligación. La presión por tachar ciertos títulos de esas listas interminables de “libros que hay que leer antes de morir” nos puede llevar a tragarnos tostones infinitos o a optar por la socorrida pero poco elegante vía de fingir que nos hemos leído Orgullo y prejuicio, el Ulises o Moby Dick (títulos que encabezan la lista de los más fingidos, según Book Riot).

Si para aprovechar nuestro tiempo vamos a leer de forma desmedida, que sea con criterio. Elegir el libro adecuado es un arte que se entrena con la práctica. Y es que conocerse a uno mismo como lector es conocerse como persona. Lo que leemos define parte de lo que somos, y a la vez que construimos poco a poco nuestra biblioteca, también construimos nuestro carácter. Pero ¿cómo elegir bien? Los clásicos son casi siempre una opción segura, y viene muy a mano tener localizado a alguien con gustos parecidos a los nuestros que pueda recomendarnos algo. Sin embargo, casi tan importante como saber qué leer es saber qué no leer o, dicho de otra forma, saber cuándo abandonar un libro. Lo que antes yo consideraba un pecado capital es lo que ahora hace que lea más y mejor. Y ya no me siento una desalmada si tengo que dejar un libro a medias; hay más peces en el mar.

Una vez sabemos lo que nos gusta, nos entra el ansia por leerlo todo. A mí me entra. Dice Google que decía Schopenhauer que “junto con los libros debería venderse el tiempo suficiente para leerlos”. ¿No sería maravilloso? Pero tenemos tiempo, y podemos aprovecharlo bien. Yo casi siempre suelo llevar un libro encima, tengo una pila de libros empezados en la mesa del salón y hace tiempo que cogí la costumbre de sustituir el tiempo que pasaba viendo la televisión por tiempo de lectura (con la sana excepción de Hercule Poirot todos los días en Paramount y Algunos hombres buenos cada vez que la ponen, porque seguiré viéndola cada vez que la pongan hasta el día en que me muera). Y al final, una acaba cogiendo fondo y cada vez lee más rápido y asimila mejor, y la llaman lectora voraz.

Para leer, uno necesita tiempo. En cuanto lo encuentra, y lo aprovecha, ya no hay marcha atrás. Ya es lector o lectora, y lo será siempre. Se habrá topado con el más gratificante de los pasatiempos y la más noble de las artes. Ya solo tiene que cuidarse de no quemar la tortilla.


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